por Aleardo F. Laría
Se acaba de conmemorar un nuevo aniversario del golpe militar del 24 de marzo de 1976 y las organizaciones de derechos humanos han dado a conocer una extensa declaración que no está a la altura de lo que exige una visión imparcial y no sectaria de lo acontecido.
Es sabido que toda percepción del pasado es siempre una reconstrucción donde el observador elige, entre innumerables y variados acontecimientos, aquellos que considera relevantes. Por consiguiente, estamos ante una actividad proclive a mezclar realidades con ficciones y donde se iluminan algunas áreas, mientras otras permanecen a oscuras.
No obstante, cuando han pasado más de cuarenta años, el esfuerzo por la objetividad histórica debería arrojar resultados más convincentes.
La violencia política que imperó en la Argentina en los años setenta ha sido abordada en numerosos análisis y desde variados puntos de vista. Se supone que esta tarea de indagar en el pasado puede contribuir a formar una conciencia colectiva sobre actos que ocasionaron un intenso sufrimiento.
La labor que le cabe a los historiadores, investigadores, y organismos de derechos humanos es iluminar el pasado de un modo que permita extraer enseñanzas que ayuden a evitar la repetición de errores lamentables. Se trata, como ha señalado Claudia Hilb (Usos del pasado, Ed. Siglo XXI) de interrogar el pasado con la convicción de que al hacerlo se pone en juego nuestra responsabilidad para que reflexionemos y contribuyamos a forjar una interpretación compartida acerca de ese pasado.
En un texto tan farragoso como el presentado en estos días por las organizaciones de derechos humanos se verifican dos gruesos errores. Uno, consiste en el uso partidista de la historia, para atribuirle injustamente al gobierno de Mauricio Macri la condición de émulo de la dictadura militar. El otro error se verifica al hacer una reivindicación de la lucha de las organizaciones armadas ignorando el grado de responsabilidad que les cupo en la tragedia inaugurada tras aquel avatar.
Es evidente que los autores de ese documento se sirven de estereotipos y han perdido todo atisbo de reflexión auténtica o de interrogación en la búsqueda de la verdad histórica. Se acude a una reinterpretación favorable a los ideales y militantes de aquellos años, olvidando insertar una mínima referencia a la responsabilidad que aquellas organizaciones político-militares tuvieron en el advenimiento del horror.
La elaboración justa del pasado obliga a un esfuerzo integrador que no pretende establecer una igualdad imposible entre dos formas muy diferentes del ejercicio de la violencia instrumental. Es evidente que no se puede equiparar el terrorismo de Estado con la violencia de las organizaciones armadas.
Como señalara Emilio Mignone, si bien puede considerarse que es legítima la pretensión de cualquier Estado de conservar el monopolio del uso de la violencia, “esa defensa deja de ser legítima cuando, en su ejercicio, se empleaban herramientas tan perversas como la tortura para obtener confesiones y delaciones, el asesinato clandestino de prisioneros inermes o el secuestro de bebés”. El Estado, so pretexto de proteger el orden público, no puede echar mano de cualquier medio a su disposición para protegerlo.
La violación de estos límites éticos justifica un distinto tratamiento jurídico a los delitos cometidos en ejercicio del terrorismo de Estado, lo que tiene importantes consecuencias prácticas vinculadas a la no aplicación del instituto de la prescripción a los delitos de lesa humanidad. Sin embargo, cuando nos situamos en el plano de la memoria, no puede haber tratamiento diferenciado. Y en este sentido es indudable la enorme responsabilidad de todos quienes, en una trinchera u otra, contribuyeron a convertir los conflictos políticos en un combate bélico.
Ha existido una responsabilidad compartida por un grueso sector de una generación que, obnubilada por una visión cuasi religiosa, abrazó la violencia convencida de su legitimidad para alumbrar una nueva sociedad y un hombre nuevo. Esta mirada abarcadora del pasado evita el error de cargar toda la responsabilidad sobre determinadas personas -las cúpulas- porque de ese modo se minimiza la enorme influencia que tuvieron las visiones ideológica-religiosas que sedujeron a la juventud de aquellos años en el contexto de una democracia desgastada por las turbulencias de la “guerra fría”.
Tzvetan Teodorov (El miedo a los bárbaros, Ed. Galaxia Gutenberg) ha señalado que un ejemplo elocuente de reconstrucción interesada de la memoria colectiva del pasado se observa en la aspiración de diversos grupos -tanto en la Argentina como en otros países occidentales- de asumir el papel de principal víctima en el pasado.
Añade que “cuando ser víctima de la violencia es una suerte deplorable, en las democracias liberales contemporáneas se ha convertido en deseable obtener el estatus de antigua víctima de violencias colectivas, un estatus que se transmite hereditariamente, de generación en generación”.
Durante décadas se ha considerado que las víctimas por excelencia eran los deportados judíos que habían podido sustraerse al horror del exterminio llevado a cabo por los nazis. Esto explica la benevolencia con la que fue aceptada por la comunidad internacional la iniciativa destinada a fundar un nuevo Estado en Palestina. Luego, los afectados por las injusticias y malos tratos inferidos en el establecimiento del nuevo emprendimiento colonial, han reclamado también el reconocimiento de su dolor, con lo que se ha creado un fenómeno de concurrencia de memorias.
Si bien todos estos procesos de construcción y reconstrucción de la memoria, donde cada uno lucha por obtener el reconocimiento de sus sufrimientos, son comprensibles, en opinión de Teodorov, “es preciso evitar la lectura maniquea del pasado, la reducción de sociedades y culturas enteras al papel de víctimas o de verdugos”.
No se trata de negar u ocultar el pasado -o acudir al uso sistemático de etiquetas estigmatizantes para impedir toda indagación sobre ese pasado- sino de situarlo en los contextos históricos en que se ha producido para extraer las consecuencias que permitan incorporarlo objetivamente en el presente.
Las víctimas del pasado no deben ser usadas para enmascarar los objetivos políticos del presente. También se debe evitar que la captura del pasado se utilice para neutralizar la sensibilidad acerca del presente. Como señalaba Claude Lefort, el sentido de la compasión se evapora cuando las víctimas de la opresión o de la tortura quedan subordinadas a la defensa de un “nosotros” que enfrenta a un enemigo absoluto, odioso y deshumanizado.
(*): abogado y periodista. DyN.